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552 Y nada más. Se ha pasado ese feliz rato que estuve con mi Mamá del cielo y mi mejor Amiga, y con el Niño Jesús. Los he dejado de ver; pero no de sentirlos. De nuevo han dejado en mi alma ¡una paz, una alegría y unos deseos de vencer mis defectos y amarlos a Ellos con todas mis fuerzas! ... Anteriormente, la Virgen me había dicho que Jesús no nos manda el Castigo para fastidiarnos, sino para ayudarnos y reprendernos de que no le hacemos caso. Al Aviso nos le manda para purificarnos antes del Milagro, en el cual nos demostrará claramente el amor que nos tiene. Por eso es el deseo que tienen de que cumplamos el mensaje.» * * * Tal fue el episodio del sábado día 13 de septiembre de 1965 en Ga– rabandal. Ultimo episodio de una historia sin par, que aún tenemos demasiado cercana para poder valorarla con suficiente perspectiva. Hemos llegado al final, y todo final da un poco de pena. De algo inefable estaría matizada la voz de la Virgen al declararle a Conchita: «Esta es la última vez que me ves aquí» ... Lo que había empezado cuatro años antes con estampido de trueno, un día radiante de junio, se acababa ahora, sin ruidos, un grisáceo día de noviembre. «Estaba lloviendo... Yo subía sola... Y la Virgen me dijo... » Ya no habrá más encuentros en aquel escenario, donde tantos ha habido. Sí, era el final. La despedida bajo la lluvia. ¿Por qué todas las cosas maravillosas pasarán tan pronto? Cuando Conchita volviera ·en sí, cuando arrancara sus rodillas del húmedo suelo, cuando se diera cuenta de su soledad bajo los árboles y la lluvia, ni ella misma podría decir si las gotas que corrían por su cara eran lágrimas de las nubes, que lloraban la tristeza del mundo, o lágrimas de sus ojos, que lloraban porque no volverían a ver lo que tantas veces habían visto. Doy por seguro que la muchacha no se apresuró a bajar de los Pinos después de acabada la visión. El estado de su espíritu no se lo permitiría. Tenía que quedarse un rato allí, a solas eón sus emociones... Morosa y amorosamente iría ordenando y envolviendo todos aque– llos rosarios, tan distinguidos ya por el beso de la Madre; daría luego unos pasos, lentos, emocionados, hacia el borde de la leve hondonada donde hunden los nueve árboles solitarios sus raíces ... y sobre aquel borde se detendría. Allí estaba ante sus ojos la inolvidable panorámica (aunque un poco desdibujada por la bruma de la lluvia}: las cumbres, las laderas, los angostos valles, el boscaje alternando con el praderío, las dispersas cabañas ... y, más cerca, a sus pies, el pueblo: su pueblo de San Sebastián de Garabandal. ¡Su pueblo, que durante meses inolvi– dables parecía haber sido el pueblo de la Virgen! Porque Ella lo había visitado y recorrido todo, en paso de sonrisas y misericqrdias: sus casas, pardas y pobres; sus callejuelas, tortuosas; sus rincónes, innu– merables; su iglesia, que tanto sabía de intimidades; su cementerio, que a todos acogía para el último descanso...

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