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548 gaba del pueblo a un joven sacerdote 9 y las niñas deberían permane– cer allí. Le contesté que me parecía excelente la idea de enviar un sacerdote bien elegido, pero que en cuanto a las niñas, ni él ni yo teníamos auto– ridad para disponer dónde debían estar. Aniceta había autorizado ya el ingreso de su hija en Pamplona, y los padres de Loli y Jacinta también consentían en que ellas marcharan a Borja. -¿Por escrito? -Sí, señor obispo, sí; por escrito. Tengo los permisos firmados. Siempre he tenido como norma respetar a la jerarquía, pero también exigirle respeto. Conscientemente he sido noble ante quien representa a Dios; pero no débil. Aquel mismo día le dije a don Vicente: "No quiero obrar a espaldas suyas, por eso me he ofrecido a presentarle a las niñas. Ahora voy a confiarle un secreto: un señor de alta categoría gestiona en Roma que las niñas sean recibidas por el Papa." El señor obispo sonrió amplia– mente, como dudando... Estábamos sentados, solos, en una sala del primer piso del seminario de Santander; saqué entonces de la cartera dos telegramas, los desplegué y se los ofrecí abjertos. -Es usted aragonés. -¡De Zaragoza, señor obispo! La noticia se filtró, y los trámites se .entorpecieron... hasta que, ya a mediados de diciembre, recibí una llamada telefónica desde Santan– der, anunciándome la llegada de alguien desde Roma con una carta del cardenal Ottaviani, que decía: Con permiso del señor obispo, o sin él, tráigame a los niñas. Rogué a quien me hablaba, que diera a leer la carta, en secreto y personalmente, al señor obispo. Pero, ¡hace falta paciencia y energía para no darse por vencido ante las defensas de la puerta _de un prelado!, y entonces no las hubo en grado suficiente: la copia de la carta quedó en manos del vicario general 10 • Cuando, ya de medio de Aquella a quien invocamos como Auxilio de los cristianos, o por otros celestiales abogados, ·1a libra de las oleadas de la tempestad... y la consuela con esa paz que supera todo sentido» (Ene. «Mystici Corporis Christi», 1943). ' El sacerdote des.ignado fue don José Olano, que hacía poco había terminado su carrera de prepara.ción sacerdotal. Así, pues, se mandaba a Garabandal un sacerdote primerizo, casi sin experiencia, como si allí no hubiera pasado nada y se tratase de una parroquia sin especiales dificultades. Pero si el nuevo sacerdote llegaba falto de conveniente práctica pastoral, como contrapartida venía bien provisto de «instrucciones». No tardarían en verse los efectos. Parece que el punto de vista del obispado era éste: el problema de Garabandal se resolvería por sí solo, «mentalizando» bien -es decir, «mundanizando» todo lo posible- a las «niñas» y a los vecinos, y teniendo mano dura para los visitantes.. Con ese programa llegó el nuevo cura. El lo apuntó de algún modo al despedirse de sus feligreses del valle de Pola– ciones (cabeceras del río Nansa) para bajar a Garabandal. Uno de este pueblo, que por casualidad estaba presente en aquella misa dominical de despedida, captó bastante bien las cosas dichas, y hasta las apuntadas, por el señor Olano (don José) en su alocución. Después de la misa, sus conocidos de allí le tomaban el pelo con las «historias» de Garabandal, que se iban a acabar bien pronto... 'º Don Vicente Pucho! llevó consigo a Santander, haciéndole su vicario general, a un sacerdot<:l navarro, también de vocación tardía (y bastante discutido en sus actuaciones): don Javier Azagra. Ahora es obispo auxiliar de Cartagena-Murcia.
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