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CAPÍTULO IV «ESTAIS EN LOS ULTIMOS AVISOS» El amanecer del sábado, día 19 de junio, llegó bien pronto. Pero las calles del pueblo tardaron en verse animadas. La vela y la fatiga de la jornada anterior pesaban sobre todos. Según iba entrando la mañana, crecía la afluencia de curiosos hacia la casa de Conchita, en espera de conocer por fin el mensaje. La joven apareció como nueva: se diría que el éxtasis de la víspera le había devuelto toda su frescura y vigor. Incansablemente, paciente– mente, iba atendiendo a todos lo mejor que podía. Unos querían despe– dirla; otros, que les dedicase fotografías o estampas, o que les besara algún objeto piadoso... Los más iban con preguntas sobre el mensaje. Pero aún tenían que seguir frenando su impaciencia. Hubo misas en la iglesia parroquial. A una de ellas fue Conchita, que estaba en ayunas. Al ir y volver de la iglesia se vio más asediada que nunca de preguntas. Por fin, a mediodía, antes de que un grupo de franceses abando– nara el pueblo para emprender en autocar el viaje de regreso, se hizo a la puerta de la casa de Aniceta la anhelada proclamación. Un sacerdote leyó en voz alta lo que Conchita le había dado, escrito de su puño y letra (hasta con sus pequeñas faltas de ortografía y algún borrón). Este sacerdote fue el ya mencionado don Luis Jesús Luna, de Zara– goza. El mismo lo ha declarado repetidas veces: «Conchita me entregó el mensaje por escrito y yo lo leí en alta voz ante el portal de su casa; lo guardo desde entonces como preciosa reliquia.»
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