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52 radas, y el escapulario en la derecha: el escapulario es marrón 13 ; el pelo, largo, color castaño oscuro, ondulado, raya en el medio; la cara, alargada; la nariz, también alargada, fina; la boca, muy bonita, con labios un poquito gordos; el color de la cara, trigueño, más claro que el del ángel, diferente; la voz, muy bonita..., una voz muy rara, no sé explicarla: ¡no hay ninguna mujer que se parezca a la Virgen, ni en la voz, ni en nada!; algunas veces trae al Niño en brazos, muy chiquitín, como un nene recién nacido, una carina redonda (de color, como la Virgen), una boquina pequeña, y pelín un poco largo ... ; el vestido, como una túnica azul.» 14 Teniendo en cuenta el pobre léxico de unas niñas de aldea muy apar– tada, esta descripción resulta casi sorprendente. De verdad maravillosa hubo de ser la visión, para que ellas pudieran soltarse así al tratar de comunicarla. Con todo, bien puede comprenderse que nuestro lenguaje humano no está hecho para realidades que superan tanto nuestras ex– periencias y conocimientos de aquí abajo. «No me sé explicar... ¡No hay ninguna mujer que se parezca a la Virgen, ni en la voz, ni en nada!» Tienes razón, niña. Cada cosá debe explicarse en el lenguaje que le es propio, y éste de la tierra no puede servir para envolver adecuada– mente las cosas del cielo. Hay que recurrir, por fuerza, a las pondera– ciones negativas. Cuando a Bernardita Soubirous, después de sus visiones en la gruta de Massabielle, le preguntaba la gente: «Tu Señora de la gruta, ¿es tal vez como Fulanita, o Menganita?», ella no podía contenerse, y replicaba con extraña vibración: «¡Por favor! ¡No hay comparación posible!» Y cuando más tarde, el gran escultor Fabish, acabada en mármol de Carrara una imagen de la aparecida, esperaba obtener de Bemardita 13 El escapulario que presentaba en su mano la Virgen, más que a los diminutos escapularios corrientes, se parecía, por su forma, al manípulo que colocaba el sacer– dote en su brazo para la celebración de la misa (digo «colocaba», porque ya no coloca; el manípulo ha sido retirado de la indumentaria litúrgica). Las niñas vieron que una de las caras del escapulario tenía como pintada una montaña. De momento no lo entendieron; mas sí posteriormente. Y es que la Virgen del Carmen que nosotros decimos, es en realidad Nuestra Señora del Monte Carmelo, una de las advocaciones más antiguas qe la piedad mariana católica, que liga entrañablemente a María con su tierra natal, tierra del Salvador, y con los mis– teriosos destinos de su pueblo. También el Monte Carmelo, lugar histórico de admirables «teofanías», viene siendo desde hace siglos en la Iglesia (por lo menos, desde nuestro San Juan de la Cruz) el símbolo de esas alturas de perfección a las que está llamada toda alma de verdad cristiana. La «subida» no puede ser fácil, sin esfuerzo; pero aquí está la gran empresa de la vida; y lo que ha de hallarse arriba, bien vale la pena: «Sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios.» Me parece muy significativo, y de incalculable envergadura, que la Virgen haya querido presentarse en Garabandal como Nuestra Señora del Monte Carmelo... Corrobora la autenticidad de la visión de las niñas el hecho de que ellas nunca se habían imaginado una Virgen del Carmen vestida de blanco y azul. La imagen que veían en la iglesia, la que contemplaban en cuadros y estampas, vestía muy diversamente... Si ellas, en contra de esto, nos .la describen como hemos dicho, es ·-porque la vieron así. Y ahora viene lo bueno: Se sabe que en la primera aparición de la Virgen del Monte Carmelo, al General de los Carmelitas, S. Simón Stock, 16 de julio de 1251. Ella vestía túnica blanca v manto azul, ¡como en Garabandal! 14 Diario, páginas 30-31.

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