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42 aquellos bravíos rincones montañeses, dedicó al pueblo un poema, donde a través de robustos versos decasílabos va ponderando la sono– ridad de su largo nombre y el ambiente que le daba la entonces nume– rosa «cabaña», yendo de un lado para otro, bien guardada por perros y pastores o vaqueros: «Clamor agreste de los mugidos, de las esquilas, de los ladridos: sones dispersos, todos fundidos en una sola voz pastoral .. ., que canta el himno del alto puerto (por la neblina siempre cubierto), y donde espera, franco y abierto, con sus establos, el invernal...; que tiene un nombre grave y guerrero, de verso suelto del romancero: ¡SAN SEBASTIAN DE GARABANDAL!» (Ultima estrofa.) Las cosas que están ocurriendo allí en el pueblo por aquellos días son, naturalmente, materia de conversación para Faustino y otros hom– bres que se mueven por los invernales limítrofes. Este día 29 de junio, último jueves del mes, y día festivo (San Pedro y San Pablo), deciden ellos ir a ver de cerca la cosa. Son un grupo de diez u once, y en su andar desgarbado y en su talante de marcha hay un aire de que van más a mofarse que a buscar devoción... Les cabe difícilmente en la ca– beza que el cielo pueda conceder atención a unas mocosas como aque– llas hijas de la Aniceta, el Ceferino, Simón y Escolástico. En el pueblo, a la hora de costumbre, cuando el sol cae sobre el horizonte, la gente se reúne en la Calleja. Nuestros vaqueros no se des– cuidan, para tomar a tiempo un puesto de primera fila: así podrán observar a gusto lo que ocurra. Este día se pone a dirigir el rosario una vieja del pueblo; las niñas ocupan normalmente su puesto dentro del Cuadro... y durante algún tiempo transcurre el rezo sin que pase nada; parece que el ángel no tiene prisa. Nuestros hombres, que no han ido precisamente a rezar, a falta de mejor entretenimiento, se dedican a contemplar a la vieja que dirige: su cara tan compungida, tan devota, tan no sé qué, les da mucha risa. Pero la risa se les hiela de pronto; pues de pronto, con un súbito sacudimiento, con u¡i golpe seco de sus cabezas hacia arriba, las cuatro niñas quedan fuera de sí... «Al ver aquella transformación, al contemplar aquellas caras -le confesaría posteriormente Faustino González al doctor Ortiz, de San– tander-, nos entró una tal emoción, que se nos saltaban las lágrimas ... ¡y eso que nosotros somos duros de pelar!» La vuelta a los invernales, en el aire tibio de la noche, fue de muy distinto talante al de la venida. Reunidos todos en la cabaña, no podían hacer más que hablar de lo visto y oído... El sueño no llegaba; y enton– ces, uno de ellos propuso dejar ya de hablar, y rezar el rosario, aunque

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