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198 -Pues yo vengo a decirle que esto ¡no me gusta nada! -Nadie mejor que usted para saber qué es lo que le gusta... De todos modos, le agradezco la información. Bien... ¿hace mucho que está aquí? -Diez minutos. -¡Hombre! Yo llevo ya aquí cuatro semanas y todavía no acabo de ver con toda claridad; y usted, a los diez minutos ... » Se trataba de un cura asturiano, fuerte, cuadrado, como un conduc– tor de camiones. El P. Andreu, para quitárselo de encima, pues en seguida vio que «iba de muy mala sangre», llamó al doctor Ortiz, de Santander, que andaba también por allí, y le dijo: «Oiga, doctor Ortiz: aquí está este sacerdote que se interesa mucho por esto, y como es inte– lectual, usted puede explicarle algunas cosas... » El doctor Ortiz se lo llevó. A los diez minutos, el cura estaba de vuelta. Pero con un talante totalmente distinto: pálido, trémulo, demudado. -«P. Andreu: ¡Esto es verdad! Yo soy un convencido.» «-Oiga: vamos despacio... Hace diez minutos esto no le gustaba nada, ¿y ahora ya es usted un convencido? ¿No le parece que va muy de prisa?» «-Es que, vea usted lo que me ha pasado. Andaba con este señor Ortiz por ahí, cuando aparece en éxtasis una de las niñas, la que se llama Jacinta, y viene junto a mí, y me santigua; y había a mi lado un hombrín, y le santiguó también, y luego me daba a besar la cruz, y se la daba también al hombrín; después volvió a santiguarme a mí, y santiguó lo mismo al hombrín. En esto, yo pensé: si es verdad que es la Virgen quien se aparece, que se acabe el éxtasis. ¡En el mismo momento la niña baja la cabeza y se me queda mirando enteramente normal! «Yo me quedé sin aliento, y le digo: "Pero ¿es que no ves a la Virgen?" -No, señor. -¿Por qué? -Porque se me retiró. «Y la niña se dio media vuelta y marchaba. No habría dado cuat ro pasos, cuando cayó de nuevo en éxtasis, y otra vez vino donde nosotros, y me santiguó a mí, y luego santiguó al hombrín; y me dio a besar la cruz a mí, y se la dio a besar al hombrín... «-Oiga, oiga -le interrumpió el P. Andreu-: señáleme quién es ese hombrín, porque me parece que el tipo de verdad interesante en este caso es el hombrín, y no usted.» Así era, en efecto, como se desveló bien pronto. El «hombrín» aquel era un cura párroco de cierto pueblo, que lle– vaba ya tiempo, terriblemente atormentado por grandes dudas sobre su ordenación sacerdotal: que si él no había tenido clara y explícita vo– luntad de ordenarse, que si, en consecuencia, el sacramento no había sido válido, que, así, estaba ejerciendo indebida y nulamente las fun– ciones sacerdotales ... Sólo Dios podía saber lo que venía sufriendo el pobre hombre a causa de aquellos escrúpulos.
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