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Se fue con prisas a la montaña 183 Ya en Garabandal, aprovecharon las horas de luz para recorrer aquellas calles y callejas, de tan singular tipismo; y a la hora del cre– púsculo se dispusieron a ser testigos de las cosas tan raras que allí ocurrían. Por parecerles muy difícil y expuesto andar o correr detrás de las niñas en la oscuridad de la noche, se fueron hacia la entrada de la iglesia, a apostarse allí, pues habían oído que muy frecuentemente los trances, o empezaban, o pasaban, o acababan por el lugar sagrado; sólo Fernando, hermano de la señora Ortiz, se decidió, bajo la guía de Fidelín, el taxista de Puente Nansa, a seguir de cerca todas las inci– dencias de los fenómenos que ocurrieran. Y los fenómenos empezaron... A los de la iglesia sólo les llegaba algún que otro eco; por ejemplo, gritos de chiquillos que decían: «¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!» Lo que no les causaba la mejor impresión: sa– bemos que a la señora Ortiz aquello le hacía recordar, y no con gusto, el encierro de los toros en las fiestas de Pamplona. Después. de larga y pesada espera, hacia las diez de la noche, desde el pórtico· de la iglesia empezaron a oírse unos pasos firmes, rítmicos, bien marcados, que parecían aproximarse; la señora Ortiz, su hermano Pancho y una hija de éste salieron a asomarse a la calle, a ver qué era, y se encontraron con una hiña en éxtasis que venía en su dirección, seguida de muy poca gente... La niña se paró de pronto en la esquina de una casa de la callecita que da a la iglesia, y allí estuvo durante unos instantes, mirando absorta al cielo. En aquellos instantes la señora de Ortiz, que estaba muy próxima, quedó sorprendida por una música como de gorjeo de muchos pájaros; pero gorjeo maravilloso... Se volvió a su sobrina y le dijo: «¿No oyes nada?» La sobrina alargaba el cuello hacia la vidente, porque había entendido que las niñas, en éxtasis, hablaban con su visión. Le dijo a la tía: «No, tita, no le oigo nada; sólo oigo cantar a muchos pájaros, pero ¡más suavemente... !» «-¡Eso es lo que oigo yo!» La vidente -luego supieron que era Jacinta- arrancó de nuevo hacia el pueblo, sin llegar a la iglesia, y en ese momento cesaron todos aque– llos cantos. Cuenta la señora de Ortiz: «Al reunirnos con nuestro grupo, pudi– mos oír a unos muchachos que andaban por el puentezu.-:o que había ante el pórtico: "¡Madre! ¡Madre! ¿No han oído cantar a muchos pá– jaros?" Y unas mujeres contestaban: "Sí, también nosotras lo hemos oído". «Yo pregunté a mi cuñada Maruja, quien me dijo: "Yo lo he oído también; me hacía el efecto de una pajarera con miles de pájaros can– tando a la vez, ¡y maravillosamente!" -¿No os disteis cuenta que fue al marcharse la niña cuando todo cesó? -Pues no, no se me ocurrió relacionar lo de los pájaros con la presencia de la niña. · -Pues, para mí, es evidente que una cosa se debía a la otra». En esto llegó Fernando, el que había ido a ver de cerca los éxtasis, y todos, naturalmnte, le preguntaron: «Cuenta, cuenta, ¿qué es lo que has visto?»

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