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C:MARAN ATHA». ¡ EIL SEÑOR VUELVE! Nadie podría cre'erlas ya. Aquellas promesas sólo se mantenían en el corazón sin par de la Madre, que «estaba en ¡:ie junto a la Cruz» (Jn. 19, 25). Allí, en la hora terri"::>le, ahogada en un dolor como no ha po– dido haber otro (Lm. 1, 12), Ella no desfallecía en su fe. Sabía que las promesas-anuncios de su Anuncia– ción venían de Dios. Y la Palabra de Dios no podía quedar sin cumplirse... ¿Cuándo? ¿Cómo? No era cosa suya sa"berlo; lo suyo era seguir creyendo y e's– perando, inquebrantablemente, sin desfallecer, a pe– sar de todas las apariencias y contra toda 'justifica– da' de'cepción. ¡La palabra de Dios tenía que cum– plirse! Sobre esto no cabía duda alguna. Su mismo Hijo Jesús lo había proclamado :repetidamente, y de la manera más rotunda (Mt. 5, 18; Le. 16, 17; Me. 13, 31). ¡Qué lejos estaban, en cambio, de esta fe de la Madre los di;;;cípulos del Hijo muerto ! Todas sus es– peranzas se había derrumbado en el día de la Cruz (Le. 24, 21). Sólo después, tras una repetida e incontestable experiencia de que El estaba vivo, resucitado, les re– nacieron a ellos ilusiones y esperanzas. Y hasta volvieron a soñar con aquel Re'ino del que les había hab~ado su Maestro, y cuyos primeros pues– tos habían -:¡_uerido asegurarse muy oportunamente, para sí, los dos hijos del Zebedeo, Juan y Santiago (Mt. 20, 20-21; Me. 10, 35-37). -135-

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