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58 FR. EUSEBIO GARCIA DE PESQUERA brir intensamente la fugacidad o transitoriedad de todo lo que podía deslumbrarlas, no fueran a poner sus mejores afanes en la conquista y disfrute de cosas que irremisiblemente se les irían escurriendo de las manos. Era preciso ,ahora empezar a ofrecer a aquellas jóvenes b~en, dispuestas algo verdaderamente positivo, a1go que en forma más directa sirvi,era para la (cedificacÍÓn>J, es decir, para la gran tarea de levantar la ,ce obra del espíritu cristianoJJ. No podía dejarse manco o incompleto su concepto de la vida. Bien cristianamente la habían de entender, para que cristianamente la supieran vivir. Llamarles la atención sobre la esencial FUGACIDAD de la vida presente no resultaba muy difícil ; pero sí estaba lejos de ser fácil el ofrecerles una interpretaci6n bella y honda, y exacta y estimulante de tal FUGACIDAD. Y lo grave era que no podía eludirse dicha interpretación. Sin ella, la apremiante y reiterada consideración de la fugacidad de todo sólo podía conducir ,a una de estas ,actitudes ante la vida: La del epicúreo, fa del «comamos y bebamos, que mañana moriremosn, tan bien descrita en el cap. II del sagrado libro de Ia Sabiduría: «Corta y penosa es nuestra vida, y no hay re– medio para la muerte del hombre... De improviso venimos a existir; y luego seremos cual si nunca hubiéramos existido ... Nuestro nombre será olvidado con el tiempo, y de nuestros he– chos nadie se acordará ... Venid, pues, y disfruf:emos de lo bueno que existe, aprovechémonos de lo creado afanosamente. Llené- . monos de vinos exquisitos y de perfumes; no se nos pase flor de primavera. Coronémonos de capullos de ros:,is, antes que se marchiten; y no haya prado por el que no corra nuestra liviandad.JJ La del romántico, que enfermi:oamente se instala en la melan– colía-definida por alguien «el p1acer de estar tristen-, y tan estéril como bellamente va suspirando ante el marchitarse de todo, con el acento de la infortunada Doña Beatriz en «El Señor de Bembibren: «La flor del alma su fragancia pierde; por lo de ayer el corazón suspira; cae de los campos su corona verde: lágrimas sólo quedan a la lira. n

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