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120 FR. EUSEBIO GARCJA DE PESQUERA Pero no había únic,amente rosas en la intimidad conventual del jardín de los Capuchinos; las había también en los jar– dines públicos de la ciudad ; las había más numerosas en la hermosa Granja que la Diputación tenía establecida en medio de verde vega, ,por el camino de San Pedro de los Huertos ; las había numerosísimas en el amplio Parque creado al sur de la ciudad, pasada La Corredem. L~s leoneses, como ocurre a casi todos los mortales que viven eri grandes poblaciones, no sabían o no podían disfrutar de las rosas en las horas más propicias, que son las primeras de la mañana, cuando ccblando céfiro mueve us alas, empapadas de fresco rocÍo.)l Se encuentra entonces la atmósfera como en estado virginal. el aire es más puro que nunca, y la luz, como si acabara de ser creada... Las flores, naturnlmente, no rpueden negarse al encanto del amanecer, al beso del primer rayo de sol, y se abren como en un saludo al Creador bondadosísimo, y dan al mismo tiempo los «buenos díasn a las demás ere.aturas. sus menos agraciadas hermanas: en el saludo va generosamente ofrecida la más ex– quisita porción de sus aromas. Con la plenitud de las rosas solía coincidir en junio la ple– . nitud de las mieses. Por las fértiles «riberasn de la provincia, por sus meridionales campos de secano, ondulaban bajo los úl– timos soplos de la primavera los trigos y las cebadas. Con merite de cosechero podría pensarse que la plenitud de tafos mieses sólo la traía el sol de julio, cuando ellas se ponían en sazón para la siega; mas a los ojos de un contemplativo amador de la belle– za campestre, esta últim~ plenitud, plenitud amarilla, pl,enitud de cosa ya lograda, y por tanto acabada, plenitud de madurez, resultaba menos grata que la plenitud de junio, cuando aún las espigas y los tallos llevaban altivamente el verdor de su lozanía.

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