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100 FR. EUSEBIO GARCIA DE PESQUERA iiSobre cada uno de ellos podría quizá disertar largamente ; mas prefiero no aburriros... Con todo .. tened la seguridad de que cuando en alguna persona, joven de años, no encontréis.. «aÚnl> o no encontréis «yan esos tres elementos reunidos, se puede muy legítimamente concluir que no hay en ella verdadera juventud: o no ha conseguido todavía su sazón, o ya se está disolviendo. >>Desgraciadamente, esto último ocurre a veces con demasia– da celeridad. ¡ Cuántas juventudes prematuramente marchitas! ¿ Por qué? En algunos casos, porque las taras físicas que se he– redan, o las enfermedades que vienen, dejan maltrecho el ordi– nario soporte de la vida juvenil que ,es una naturaleza vigorosa ; pero con mucha mayor frecuencia la verdadera causa de la ruina hay •que buscarla en el desenfreno moral. No hay horda que de– vaste tanto por la geografía física de los pueblos, como devasta por el mejor ser del hombre un sue~to tropel de costumbres li– cenciosas.>> El P. F~del siguió hablando con seguridad... La lección estaba bien pensada, y en aquel domingo último de mayo, de oara al verano, .con todo su ancho programa de ((expansionesl>, resultaba además muy oportuna. El día 31, a las siete y media de la tarde, había sonado la campana de la Iglesia de San Francisco llamando por última vez al Ejercicio de !las Flores en honor de María Inmaculada, «Madre del Amor Hermosoll. El P. Fidel de Peñaoorada, acabado el ,acto (al que había asistido desde una de las tribunas de la iglesia) se dirigió pausa– damente •a su habitación. Pero al sentarse y levantar una mano hacia el estante de los libros, se dió cuenta de que más propicio estaba su espíritu para pensar que para leer. Bajó al jardín. La luz del día, en aquella hora postrera, se iba haciendo progresivamente tenue con lenta y maravillosa suavidad. No po– día haber otro momento en qe resultara de tanto encanto el pa– sear silenciosamente por el jardín silencioso. Todo él era como un inefable cuadrado de paz, protegido de cuanto no fuera so– siego por las cuatro severas alas del convento. Ni de las celdas, de ventanas abiertas todas, podía venir entonces la pequeña per-
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