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dan ahora las cuestiones de fe, y frecuentemen– te, después de la exposición embrollada de sus dificultades, salen con esta exigencia: «Quiero que me conteste punto por punto, con toda cla– ridad, en forma directa, es decir, sin salirse por la tangente»: o bien, «Deme respuestas satisfac– torias, convincentes, a todas mis cuestiones». ¡Pretensiones absurdas!, que demuestran bien el inmaduro despiste de sus autores. ¡Como si esto de la Fe fuese una parcela más en el dominio de las ciencias exactas! No, amigos: admitir algo por fe es cosa muy distinta de admitir lo que sea por evidencia, o por rigurosa comprobación. Ren– dirse ante la comprobación personal o la eviden– cia, no tiene particular mérito; en cambio, sí lo tiene, y muy grande, el «entregarse» por una au– téntica adhesión de fe. La réplica de Jesús a To– más lo proclama elocuentemente: «Porque me has visto, Tomás ... ¡Bienaventurados los que, sin haber visto, creen!» Nadie piense que la Fe es un aceptar a ciegas lo que nos pongan delante. Toda legítima actitud de Fe debe ir montada sobre razones; pero ella misma no se logra sólo con razones ... Se le pue– den presentar a uno 100 razones para creer, y si este uno se empeña, no dejará de encontrar otras 90 razones, por lo menos, para no creer, o para eludir todo serio compromiso. Y es que, con las razones que vengan de fuera, debe colaborar por dentro una rectísima disposición hacia la verdad, guste o no guste, exija o no exija... Y tocándolo todo, un algo que viene de arriba: la Gracia. Jesús nos lo dejó dicho en expresión rotunda: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le atrae» (Jn 6, 44). 95
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