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¿ Cuántos son los que, por encima de todo,. buscan «razones para vivir»? En última instancia, éstas, y no aquéllos, con– tarán para la definitiva valoración de nuestra existencia. ¡Cuántos, al final, no merecerán otro epitafio que éste, abrumador: Fulanito de Tal, · ¡Una vida echada a perder! Dando vueltas y más vueltas por el cementerio de una ciudad norteña, quedé impresionado por la sonrojante pobreza de epitafios que se da aho– ra en nuestros camposantos. También a los muer– tos ha llegado la «socialización» de la vulgaridad. Pero no extrañarse: la acumulación de nichos en interminables colmenas funerarias no da para desahogos ... Casi no encontré en el vasto cementerio más inscripción que valiese la pena que ésta, en latín: «Terminus vitae, non amoris». Sí, el verdadero a1nor no debe acabar con la muerte; como tan,– poco acaba con ella la verdadera vida. Mirando tumbas y más tumbas, llegué a la abrumadora evidencia de que, para los pobres. seres humanos, después de tantas fantasías, y proyectos, trabajos, afanes, decepciones, entrete– nimientos ... , no queda, llegada la última hora, más que acogerse a unos cuantos signos o sím– bolos religiosos, como expresión de que aún po– demos contar con algo por encima, y más allá, de todo lo que se nos marchita: 69

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