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apego debe superar el estrato de lo irracional; ha de estar en él, bien clara, la marca del espí– ritu. Y tal marca se hace de razones y finalidad. ¿Por qué vivo? ¿Para qué vivo? Vivir porque sí, porque de pronto me he encontrado en la vida y «hay que tirar p'alante», me parece demasiado bobo, demasiado vacío. Así viene luego todo eso de que es un asco, y que tal y que cual. La vida no es tan asco como se dice ... Y todo depende de quien la usa. Hay muchas vidas-asco; pero hay también vidas-maravilla. Hace pocos años, allá por la lejanísima isla de Madagascar, se movía un anciano al que no podía considerársele como un vejete cualquiera. El sí quería ser uno de tantos, pero no lo con– seguía. Era obispo de una Misión católica, y te– nía dados a los pobres malgaches ¡nada menos que 50 años de su vivir! Estaba ya «gastado» (¡glorioso desgaste!); se sabía episcopalmente inservible, y pidió ser sustituido. ¿Para vivir tran– quilamente de «las rentas»? No. Solicitó que le dejaran de capellán en una leprosería: «Allí hay niños -declaraba-, les enseñaré el catecismo. Para eso todavía valgo». Valía efectivamente ... ; y quizá siga todavía en Farafunga, entre peque– ños leprosos, dedicado, no a quejarse de la vida, sino a hacerla rendir hasta el último minuto. 52

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