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Lo de la trompeta y su toque de convocatoria no era novedad alguna para mí: muchas veces lo había leído en la primera Epístola a los Tesaloni– censes, quizá el más viejo de nuestros escritos cristianos: «El mismo Señor, con voz de mando y al son de la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que han muerto en Cristo resucitarán» (2, 17). Lo había leído igualmente en la primera .a los Corintios; y me eran bien familiares las pa– labras de Jesús: «Llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del hombre, y saldrán: los que hubieren obrado bien, para resurrección de vida; los que hubieren .obrado el mal, para resurrección de última pena» (Jn 5, 28). Con todo, aquella estrofa del «mirum sonum» me sacudió en forma nueva. No podría expresar fácilmente ni la novedad ni la intensidad de tal sacudida. Repito que me parecía sentir, en el si– lencio final ( ¡tendrá fin el torturador estrépito de nuestro progreso: los reactores, los automóviles, los altavoces, las radios, los tocadiscos, la propa– _ganda!), sí, en el silencio final, el misterioso so– nido que bajaba del cielo y se esparcía por la tie– rra, doblando todas las esquinas y todas las rocas, llenando todos los valles, soplando por todas las llanuras, dominando todas las olas ... , golpeando --con nudillos de manos invisibles- en las losas -o en el polvo de todos los sepulcros: ¡Arriba, en -pie! ¡Ha llegado la hora! ¡Qué estupor el de la Muerte y el de la Natura– leza, ante aquel levantamiento general de todos los caídos, de los que parecían para siempre pos– trados! «Mors stupebit et Natura.» 378

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