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solemnemente un pasaje del Evangelio. El pasaje de aquel día era la página de San Lucas que nos ha conservado los consejos dados por Jesús a los suyos: «Tened ceñidos vuestros vestidos y llevad antorchas encendidas en las manos, a semejanza de los criados que en la noche aguardan la vuelta de su señor, el cual no ha querido pasar aviso so– bre la hora precisa de su retorno ... » Cuando el diácono cerró el libro, los hipponenses se acomo– daron lo mejor que pudieron y se dispusieron a no perder palabra de cuanto les iba a decir su obispo, quien, como de costumbre, no dejaría de comentar sugestivamente las palabras sagradas. Y Aurelio Agustín de Tagaste, aquel ardiente númida llegado a obispo después de larga y pe– nosa elaboración (estudio de los clásicos latinos, familiaridad con las doctrinas maniqueas, audi– ción de las predicaciones milanesas de San Am– brosio, la vida filosófica en la quinta de Casicía– co, la quieta y gozosa lectura de los Sagrados Li– bros), empezó a hablar pausadamente: «Acabáis de oír qué es lo que nos aconseja el Evangelio, deseoso de hacernos precavidos y de que estemos preparados para aguardar los acon– tecimientos últimos, a fin de que, superadas en– tonces las cosas temerosas que habrán de ocurrir en este siglo, venga para nosotros la dichosa quie– tud que no ha de tener fin. ¡Bienaventurados los que lleguen a ser partícipes de tal dicha! Se en– contrarán entonces seguros los que ahora no quie– ren abandonarse a una imprudente seguridad; y estarán entonces llenos de temor, los que ahora neciamente no quieren temer... » .374

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