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c10n, puede el alma animarse a sostener duran– te los días, frecuentemente oscuros, de su des– tierro una penosa sementera de abnegación, des– prendL-niento y caridad ... De aquí el extraño po– der re::onfortante de aquellos versos sencillísi– mos que solía cantar San Francisco en sus peo– res días de prueba: «Tanto es el bien que espero, que en toda pena hallo consuelo.» Certeramente sabían a qué atenerse los Após– toles y sus inmediatos sucesores cuando estimu– laban constantemente los bríos espirituales de sus cristianos con el recuerdo fervoroso de los grandes motivos u objetos de nuestra ESPE– RANZA: «Los sufrimientos del tiempo presente no son nada en comparación de la gloria que algún día, en nosotros, se revelará» (Rm 8, 18). «Ahora ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que esto lleva consigo ... ¡Cuan– do se manifieste ... !» (1 Jn 3, 2). Y para que nuestra esperanza no corte el vuelo de sus aspiraciones, dejando que el hombre se ponga con inconveniente prisa a buscar ya des– canso y premio en cosas que Dios puede conceder aquí abajo, grita a todos el Apóstol de las Gentes con estremecedora valentía (1 Cor 15, 19): «Sisó– lo para esta vida fuese nuestro esperar en Cristo, seríam::>s los más desgraciados entre los hom– bres.» En el curso de los solemnes oficios divinos que se celebraban un día en la iglesia principal Hip– pona, el diácono, como tantas otras veces, cantó 373

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