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to?); pero yo la sentía verdaderamente hermana: un rosario rodeando sus blancas manos yertas proclamaba allí bien claro que ella había tenido -más o menos viva- la misma fe que yo ... Pasé al departamento contiguo. Allí sí estaba mi muerta. Las dos hermanas y una amiga la acompañaban: llorosas, en silencio. Todos jun– tos oramos... -«Por su eterno descanso» ... -«Por::_¡_ue Dios conforte a sus familiares» ... -«Dale, Señor, el descanso eterno; que la luz perpetua la ilumine». Pensé entonces fuertemente, ¡cuán trágica y desconcertante es la aventura de la criatura hu– mana en la tierra! ¿Qué ha sido la historia de es– tas dos mujeres que están aquí, con el punto final ya puesto? Un comienzo de despertar a la vida... , un rápido fantasear y soñar y hacer proyec- tos ... , unos efímeros goces ... , unos sufrimientos que parecen menos efímeros ... , y de pronto, más prontc siempre de lo que uno cree, el final de la ave::itura. ¡Todo se acabó! ¡Y esto es lo que queda: un cuerpo yerto, abandonado, en el sub– suelo del Hospital Americano de París! Cuando, ya a última hora de la tarde, me en- ' contraba de nuevo en mi residencia, me puse a escucl:.ar la emisora de radio «France Culture». Transmitía música selecta: la misa que había compuesto Listz para la coronación de Francisco José de Austria corno rey de Hungría, en Bu– dapest. Sab::ireé aquella música... Y los pasajes que me parecieron entonces más estupendos fueron precisamente aquellos en que 369 24

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