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ble de París. Desde principios de noviembre hasta el 27 de diciembre tuve que ir varias veces a dicho hospital para atender a una señora sudamericana -bastante joven aún-, de raza judía y religión católica (bautizada en edad adulta), que había sido llevada allí en una última y desesperada lu– cha contra el cáncer. El 27 de diciembre, a mediodía, entregó su alma a Dios (escribo esto no por seguir una fórmula, sino con plena deliberación, pues su final fue ejemplarmente cristiano). Aquella misma tarde volví al hospital para orar ante el cadáver y dar un rato de compañía a sus dos hermanas, terriblemente quebrantadas por el dolor. El cadáver había sido bajado a la «chapelle», y allá me dirigí siguiendo un largo co– rredor subterráneo; aquello no era precisamente una capilla por el estilo de las que nosotros co– nocemos, sino más bien una serie de pequeños departamentos preparados para recibir los cuer– pos de quienes mueren en el hospital. .. Buscando a la que de algún modo podía llamar mi muerta, abrí la puerta del primer departa– mento: allí había, efectivamente, una mujer sin vida, amortajada en blanco, sin ataúd, con el ros– tro algo velado por una transparente gasa blan– ca... Me impresionó su soledad: no tenía más acompañamiento que unos ramos de flores a sus pies. No era la que yo buscaba. Su rostro joven mostraba en la frente unas ciertas marcas que me hicieron pensar habría sido víctima de cual– quier accidente automovilístico. Recé por ella ... Toda ella era, para mí, completo misterio (¿quién sería?, ¿de dónde procedía?, ¿cómo había muer• 368

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