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que sólo su nombre es sublime, porque su magni– ficencia sobrepasa los cielos y la tierra» (Salmo 148). Anabelita y tantas otras criaturas muertas, como ella, prematuramente -pero también, bien– aventuradamente; con el alma sin ajar-, forma– rán por siempre esa «cuerda de niños» a cuyo cargo han de estar las notas más argentinas en la gran sinfonía de la Gloria. Hay una fiesta especialmente destinada a re– cordarnos todo esto cada año: la de Todos los Santos, día 1 de noviembre. Su liturgia revive las grandes visiones del Apocalipsis: «Se me dio a ver una multitud inmensa, que nadie podría con– tar, de toda nación y de toda tribu, de todo pue– blo y de toda lengua, que estaban de pie ante el trono y el Cordero, brillantes de blancas vestidu– ras y con palmas en sus manos. Y ovacionaban con potente voz: «La gloria de la salvación, a nuestro Dios, que está sentado en el trono». Consuélate, madre cristiana, que tu niña ya lle– gó. Y te aguarda en la «casa del Padre». Segura y feliz. Allí la encontrarás. Pero no en el estado de pe– queñez en que la dejaste, no en esa situación co– mo de criatura inacaba, que es propia de los ni– ños; sino en la plenitud de un espléndido desarro– llo, plenitud que no restará nada a la frescura y transparencia de amanecer que será la caracte– rística, pienso yo, de los seres que no han cono– cido mancha, ni marchitez ni desgaste. No sé -no lo sabes tú, no lo sabe nádie, úni– camente lo sabe Dios- cuánto tiempo pasará 365

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