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vería a decir- han sonado en el corazón de su madre. Esta no puede entender mucho de salmos; pero en su alma dolorida,. y mientras acompañaba a su hijita en el viaje de los ojos cerrados, tenía que estar sanándole misteriosamente la salmo– dia del más alto esperar del hombre, la salmodia que pone ilusiones de llegada en nuestra forzosa condición de caminantes: ¡Cuánta alegría en lo que me han dicho: ((Ire– mos a la casa del Seíior»! ¡Ya nuestros pies se paran, Jerusalén, ante tus puertas! «Allá suben las tribus del Seíior.. ., y el nombre del Seíior allí celebran. »Sobre Jerusalén, la paz: seguros en ti moren los que te aman» (SI. 121). Hacia la Jerusalén de arriba, ciudad de Dios y de los que ya están con El, tienen que dirigir– se nuestros pasos. ¡Hacia la casa de Dios! ¡Qué estimulante senti– do el de nuestro caminar! <<En la casa de mi pa– dre -nos declaró Jesús- hay muchas mansio– nes ... Y yo voy a prepararos lugar... Luego vol– veré y os tomaré conmigo» (Jn., 14, 2-3). Sí, allí hay muchas moradas. Es decir, holgado sitio para todos. Y allí, en la embriaguez de una felicidad inenarrable, se conjuntarán las más di– versas voces en el gran canto de la alabanza divina: «Los mancebos y las doncellas, los ancia– nos y los niíios alaben el nombre del Seíior, por- 364

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