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las múltiples faenas propias de una mujer que no ha caído en la tierra con destino de «señori– ta»); pero ha sabido hacer algo mejor: asimilarse generosamente las cosas más fundamentales que Dios nos ha dicho, y que por los medios más co– lTientes -algunas lecturas, alguna predicación, asistencia a círculos juveniles- han ido llegando hasta ella. No es el saber lo que más importa, aunque pue– da servir para mucho; lo decisivo viene siempre del espíritu (Jn., 6, 63). Cualquiera puede encon– trar en el libro de Job (1, 21) eso que ella pone al principio de su carta: «Dios me la dio, Dios me la quitó: sea su nombre bendito», y no es difícil repetírselo a los demás; pero ha de resul– tar tremendamente dificultoso el decirlo de co– razón ante el cadáver de una niña preciosa, qu~ resumía en sí todas las ilusiones de la mujer y madre que lo dice. Fácilmente, y más de una vez, oyen todos los cristianos aquello del prefacio de difuntos: «A tus fieles, Señor, no se les quita la vicla, se les cambia tan sólo, y desmoronado el edificio de esta existencia terrestre, alcanzan en los cielos una morada ele eternidad»; pero ¿cuán– tos lo viven hasta el punto de no chillar, o de no desesperarse al menos, ante un ser queridísimo que ha dicho el último adiós? No se trata de que seamos insensibles, no; Dios no puede pedir es– to. Se trata de que la fe planee con vuelo de se– renidad sobre todos nuestros dolores y todos nuestros desconciertos. Por Anabelita no han doblado lúgubremente las campanas: han repicado a gloria. Y a espe– ranza de gloria -a seguridad de gloria, me atre- 363

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