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los, solos con su recuerdo, tan maravilloso, de dulzura y encanto ... , yo no tenía ganas de llorar. No me separé de ella en su larga enfermedad; me exigía a mí misma no apartarme de su lado, y murió en mis brazos. Fue un apagarse tranqui– lo, suave. Después la vestí, ayudada por una tía, y a su lado, fuerte y serena, he permanecido vein– ticuatro horas. Me fui también al cementerio, llena de valor; quería ofrecerle a mi hija algo que no todas las madres pueden hacer: acompañarla hasta el fi– nal. Le hemos hecho una misa de gloria, canta– da ... En fin, todo muy bien; y yo, resistiendo de maravilla; es más, a cada momento me sentía mejor, como se lo había pedido a la niña: «Ana– belita linda, dame fuerza desde el cielo, que ma– má pueda ser valiente» ... Esta es la carta, amigos míos. Y yo pregunto: ¿ Cómo es posible que una madre que está loca con su hijita, reacciones así cuando la pierde tan prematura como dolorosamente? Sólo es posible viviendo de verdad, a pleno la– tido, en alturas de fe. Es decir, cuando la palabra viva de Dios y la fe con que el alma responde a ella, forman la sobrenatural atmósfera en que se mueve y respira constantemente el propio espí– ritu. Es casi seguro que esta joven madre no sería capaz de darnos una lección de Sagrada Escri– tura; casi seguro, que no ganaría ningún concurso bíblico (no ha tenido tiempo para leer mucho, porque antes de casarse las horas se le iban en su oficio de bordadora, y después de casada, en 362

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