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En estos días de Pascua, con la espléndida re– surrección de Cristo delante, y, al lado, el hecho de esas inesperadas muertes, he pensado mucho en esta ineludible necesidad de morir, en las re– laciones que deben existir entre nuestra muerte y su Resurrección, y me he aprendido de memo– ria las declaraciones del Apóstol: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, co– mo primicia de los que mueren. Porque, si por un hombre hemos tenido la muerte, por otro hombre nos viene la resurrección de los muertos. Y si todos mueren en Adán, también todos se– rán vivificados en Cristo. Pero cada uno en su orden y a su tiempo: primeramente, Cristo; des– pués, los que somos de Cristo, cuando El venga... ». Todo esto de nuestra Esperanza tuve que re– cordar a aquella hija llorosa. -No te lo digo para que lo pienses y asimiles plenamente «ahora». Ahora estás demasiado atur– dida, o deshecha, por el golpe. Te lo digo para que lo vayas meditando, día a día, en un esfuer– zo por llegar a la santa serenidad que debe pro– porcionarte nuestra fe. -Desde luego, si no fuera por la fe, en casos así, era como para volverse loca o tirarse por la ventana. Pero tanto nos vamos haciendo a la idea de que hay que vivir, y mejorar constantemente de situación, y pasarlo lo mejor posible, que ter– minamos por mirar únicamente a las cosas de este mundo, aunque creamos que existen también otras. -¡La fe! ¡La fe! Desgraciadamente, es cierto que la vivimos muy poco. Y sin embargo, en ella 358

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