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milde r:mjer cristiana las mejores bendiciones del cielo y de la tierra. Rememorar cariñosamente a las madres, las vivas y las difuntas, es uno de los gestos más ele– gantes :::¡ue puede tener cualquier bien nacido. Las madres se nos pueden morir; las madres se nos tienen que morir; mas cuando ellas se han es– forzado por serlo de verdad, en plenitud de sen– tido cristiano, la muerte física no hace más que agigantar su figura; y esa su ausencia realiza mu– chas veces el milagro de que entendamos mejor cuánto les debemos. Para todas las madres qui– siera yo el epitafio que siempre pensé para la mía: <c4mada de Dios y de los hombres, su me- 1noria será eternamente bendecida». Tejer un largo panegírico de las buenas ma– dres no resultaría demasiado difícil; pero yo le voy a suplir aquí, en atención a la brevedad, por el des2hogo de un hombre cualquiera -el en– cargado de la Morgue (el célebre depósito de ca– dáveres de París)-, tal como lo recogieron los Goncourt (archifamosos en el mundo literario) en su -::Diario íntimo», 8 de septiembre de 1867: -«En este lugar llega uno a hacerse a todo ... , y ya no hay nada que conmueva. Sí, nada que conmueva, menos algo que conmueve siempre: una madre. »Podrá el muerto estar ya descompuesto; qui– zá -perdón-, hasta podrido, con un aspecto y un hedor que no hay quien resista: como sea una madre la que viene a reconocerlo, se echa en– cima y lo abraza. ¡No hay más que ella que lo pueda hacer!». 353 23

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