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LA PENA DE LLEGAR TARDE. E STA mañana he oído cantar, después de mu– cho tiempo, algo que siempre me gustó: el desahogo agustiniano: «¡Oh Belleza siempre nueva: tarde te conocí... !». Me parece que debemos cargar el acento en lo de «siempre nueva», porque es por sí solo una maravilla. ¿Qué belleza, qué gracia, fuera de El, puede resistir y resistir, sin desencantar? Nunca se da en lo de aquí, el milagro de estar siempre en una novedad de sorpresa. Para lo de aquí tiene perpetua e inexorable vigencia la ob– servación bíblica: «Secóse el heno, y murió su flor ... ». El canto que digo, se va sosteniendo y alargan– do en una dolida lamentación: «Tarde te cono– cí... , tarde te conocí... ». 29

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