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decir lo que yo quiero ... ». Y la lista de lo que quería era larga. Quizá nuestra Blanquita no haya recibido todo lo que pedía, porque, según los padres, hay años en que los Reyes están menos ricos, o tienen di– ficultades para pasar fronteras y aduanas ... Pero ya su carta, su sola carta, era un gran valor en medio de nosotrns, cada día menos capacitados para la ilusión y el ensueño. Miles de cartas y de ilusiones así, pueden suponer un cierto oreo de fresca inocencia para este mundo marchito de «realismo», que hasta a los niños les quiere «al cabo de todo» ya desde las primeras horas. En fin, las cosas tan soñadas y pedidas, y tam– bién las recibidas sin soñar y sin pedir, han pa– sado ya, como las mismas Navidades, como la Nochebuena «que se viene y que se va» ... El poso que han dejado, es como un regustillo de desen– canto, de insatisfacción. ¿No será que casi todos, niños y grandes, ponemos demasiadamente la atención en lo que menos vale? A los niños no hay por qué pedirles alta comprensión; pero ¿ a los mayores? Los verdaderos regalos de la Na– vidad -dones de salvación y de gracia- quedan demasiado preteridos, si no del todo olvidados, frente a las pobres cosas que puede ofrecer el hombre. Además, pensamos mucho en recibir, bastante menos en ofrecer; y tal disposición nunca es fe– cunda en satisfacciones. Recordad ese dulce villancico de «No me di– réis, María». Canta en su segunda estrofa: «Tres reyes del Oriente -llegaron a Belén: -ellos tra– jeron dones, -Jesús les dio su fe». Ahí está la 27

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