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pecho de una pequeña altura, podrían encontrar una especie de chabola, que había servido para el guarda nocturno de la tejera abandonada... Dieron con ella; y casi les pareció un palacio, a pesar de su aspecto lamentable: el suelo esta– ba seco, y había algo de paja en un rincón. La mujer tuvo que acomodarse rápidamente, porque apenas se tenía. El hombre salió afuera, a atropar, antes de que se hiciera totalmente de noche, unos braza– dos de leña con qué encender lumbre: era la úni– ca posibilidad de luz y de calor. Mientras él merodeaba así por los alrededo– res, ella, agotada, con hambre, casi tiritando, sentía una cosa muy extraña en el corazón: casi hubiera podido escuchar sus latidos. La hora, su gran hora, estaba ya encima. Y el alma toda se le ungió de dolorida ternura: «¡Pobre hijo mío: en qué condiciones estás viniendo al mundo!». Amigos: no puedo aseguraros demasiado, que esta historia haya ocurrido exactamente así, aquí y ahora. Sí puedo aseguraros que así sucedió, hace muchos años, en Belén de Judá. Los protagonistas fueron el hombre y la mujer más buenos y encantadores, que ha habido sobre la tierra. Los que menos merecían pasar calami– dades ... (Para que luego nos quejemos nosotros: «Pero ¿qué habré hecho yo, para que Dios me trate de este modo?»). Gracias a su angustia, y a sus trabajos, y a su heroico confiar en Dios, podemos nosotros tener razones para no desesperar ni en los peores des– amparos. 18
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