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recupera a través de luchas, renuncias, esfuerzos y sacrificios de cada día. Pero ¿quién se preocupa hoy de «eso»? Ni clé– rigos ni laicos quieren saber nada. La antiascéti– ca está a la orden del día. Y proliferan ciertos cu– riosos «renovadores» de la vida eclesial, que bus– can acreditarse, declarando que en una espiritua– lidad digna de nuestro tiempo no puede haber lugar para actitudes de ascetismo. ¡Oh ilustres doctores, o voceadores, de una sonora vaciedad! Evidentemente, la mortificación no es todo en la vida cristiana; pero entra en ella como medio o exigencia insoslayable para llegar a buen fin. -Es que a mí todo eso de la mortificación o penitencia no me gusta nada... -A mí, tanipoco. ¿Y qué? ¿Esperas acaso al– canzar alguna alta cota, estando nada más que a lo que te «guste»? -Es que, 'además de no gustarme, me cuesta mucho... -A mí, también. Pero nunca serviremos para nada, si nos ponemos a rehuir todo lo que «cueste». A todos, naturalmente y sin excepción, nos gus– ta más la comodidad que el esfuerzo, el disfrute que el trabajo, el holgarnos que el molestarnos ... Pero ¡pobres de nosotros si nos quedamos así, a merced de nuestras apetencias! El fracaso pleno de nuestra vida no sería todo. Abundan los textos inspirados, para advertir de las consecuencias que nos acarreará el abando– narnos a lo que gusta, en vez de esforzarnos por lo que vale ... Aquí tenemos uno, bien expresivo: «No os engañéis: de Dios no puede burlarse 158

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