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llevados del espíritu, mortificáis las obras de la carne, tendréis la Vida» (Rm 8, 13). ¿No hay entonces para nosotros más solución que la lucha y el esfuerzo de cada día? Ciertamente, para nosotros es imposible, del todo imposible, el «vivir en paz» ... , si por vivir en paz entendemos un vivir en buen descanso, sin esfuerzos, sin luchas, sin molestias, sin exigirnos a favor de 'lo que se debe', en contra, tantas ve– ces, de 'lo que más gusta'. Una 'paz' así sería de hecho la consumación de nuestra ruina, pues equi– valdría a 'dejarnos llevar' ... , y todos sabemos por qué fuerzas y en qué dirección. « Vemos a través de toda la historia humana una dura batalla contra el poder de las tinieblas... Enzarzado en esta pelea, cada hombre ha de lu– char continuamente para secundar el bien; y sólo a costa de grandes esfuerzos, y con la ayuda de la gracia de Dios, será capaz de establecer en sí mis– mo el debido orden o equilibrio» (C. Vaticano II, «Gaudium et spes», núm. 37). Nada arreglaremos en nuestro problema -el de fondo- a base de componendas o claudicacio– nes. O se lucha, o se abandona. La advertencia del Apóstol está vigorosamente clara: para llegar a la meta de la Vida hay que ponerse a «mortificar», bajo el soplo del espíritu, las obras de la carne. ¡Mortificar! Ya sonó la, hoy, tan odiosa y tan odiada palabra. Mortificación y ascetismo vienen a ser igual; apuntan a una determinada actitud ante la vida, basada en el convencimiento de que la salud moral de la persona se mantiene o se 157
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