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mano es algo serio, y muy en serio se debe tomar. No hablo ahora del amor de caridad, sino de ese amor de naturaleza, que se enciende como resul– tado de la mutua atracción de los sexos. Frente a dicho amor, no cabe en un cristiano más que una de estas dos actitudes: o vivirlo con afán de pu– rificación y plenitud, o renunciar generosamen– te a él. La primera tarea es noble, muy necesaria; pero digo y afirmo con plena seguridad, que aún está por encima el saber renunciar a él. Esto, de ha– cerse, sólo puede hacerse por amor de Dios; y es– to, desde luego, no es para todos ... La mayoría seguirá siempre el camino más fácil, que es el de la inclinación de la naturaleza. Ni el amor ni el matrimonio, en plano de natu– raleza, pueden presentarse como un extraordina– rio ideal; son simplemente el natural desemboque de lo que la criatura humana lleva dentro. El cristianismo ha elevado a sacramento la unión del hombre con la mujer: ha buscado que pueda ser santo lo que en sí mismo es naturaleza pura. Lo que sí es «ideal», lo que sí es extraordinario, es sobreponerse a la más fuerte apetencia de nuestro ser, para sacrificarla en aras del amor de Dios. No se cierra el corazón al amor; se trata de que el Amor lo llene todo; es un preferir, so– bre lo que más apetece, lo que más vale. «Cora– zón de Jesús que nos amas-como nunca en el mundo se amó:-purifica y abrasa en tus lla– mas-el amor del mortal corazón»: esto, que oí cantar hace años en una tarde borrascosa de oto– ño al coro parroquial de Noriega (Asturias), pue– de explicarnos muchas cosas ... El príncipe Enrique de la Leyenda dorada (de 144

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