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más que todas las «perlas» ... «Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo», gemía G. Adol– fo Bécquer. Y Campoamor suspiraba: «Todo en amor es triste; mas, triste y todo, es lo mejor que existe.» Lo más valioso para los hombres, al menos pa– ra importantes grupos de hombres, es el amor, o los amores. La lengua de los hombres en todos los siglos y las literaturas de todos los pueblos han dedica– do sus mejores afanes expresivos a cantar la di– cha y los infortunios, los goces y las tristezas del amor. De ese amor que surge entre criaturas ... , ¿entre qué criaturas? Un viejo libro de la Biblia nos ha conservado el canto compuesto por el joven David cuando la muerte de su dilecto Jonatás, hijo de Saúl: «el canto del arco», que aprendieron todos los mu– chachos de Judá, y en el cual, para ponderar Da– vid hasta lo sumo los lazos afectivos que le unían con el muerto, le dice en angustiado apóstrofe: «Me eras carísimo, Jonatás. Y tu amistad, dulcí– sima, más aún que el amor de las mujeres.» Con lo que se proclama que, normalmente, para un hombre nada hay comparable al amor de una mujer. Los corazones jóvenes de la antigüedad clásica suspiraron con una historia de amor desventura– do, que se cantó en hermoso griego: la historia de Leandro y Hero; las aguas del Helesponto -hoy estrecho de los Dardanelos-, que les separaban· a él y a ella en su amor, terminaron siendo su tumba... Los corazones jóvenes de la Europa moderna suspiraron después con otra historia de amores 140

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