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las deslumbrantes ilusiones del amor, son más bien pobres ... ¿Por qué? ¿Por qué? Muchas veces, porque se enfanga el amor. Y cuando la animalidad es la que lleva la voz can– tante, y se salta además los cauces del bello orden querido por Dios, no pueden ocurrir más que rui– nas. También aquí tiene plena validez el viejo tex– to sagrado: «Toda carne es heno; y toda su gloria, como la flor del heno que hay en el campo. Sécase el heno, y cae deshecha su flor» (Is 40, 6-7). El amor corriente, como fundado en la mutua atrac– ción de los sexos, contiene gran dosis de instinto; pero ha de ser mucho más que instinto; deben en– trar en él más nobles y valiosos elementos; y pe– netrándolo todo, el espíritu, porque sólo el espí– ritu está por encima de toda marchitez. De lo con– trario, acabará la cosa en aquello de Rubén Da– ría: « ... Las ramas que se columpian-hablan de las hojas secas-y de las flores difuntas.» Otras veces el fracaso del amor procede de que se le valora con exceso, y se le sacrifican cosas que están por encima de él: el cumplimiento del deber, la fidelidad a Dios ... Finalmente, hay una causa hondísima, que está presente en todo caso y aventura. Cantó Le Cardonell: « ... por haber adorado la belleza mortal, conozco la tristeza que tiene lo finito.» Aquí está la cosa: la tristeza que tiene lo finito. Hechos para ser colmados por realidades infini– tas, divinas, cuando nos volcamos con desmesura- 137
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