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formándose con Aquél que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre (2 Co 8,9), las despreció, las dio a los pobres, para que así su justicia permanezca para siempre (Sal 111,9). Y aproximándose a la tierra de la visión, en el mon– te que le había sido mostrado (Gn 22,2), es decir a la excelencia de la fe, ofreció en holocausto al Señor su carne, que en un tiempo lo había engañado, como hija unigénita, a semejanza de Jefté (cfr. Je 11), poniéndola bajo el fuego de la caridad, macerando su carne con el hambre, la sed, el frío, la desnudez, las muchas vigilias y ayunos. Y habiéndola así crucificado con los vicios y concupiscencias (Ga 5,24), podía decir con el Apóstol: No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20). Y verdaderamente ya no vivía para sí mismo, sino más bien para Cristo, que murió por nuestros pecados y fue Jt'esucitado para nuestra justificación (Rm 4,25) pa– ra que de ninguna manera sirvamos más al pecado (Rm 6,6). Derribando también los vicios, trabó batalla contra el mundo, la carne y las potestades celestiales; y renun– ciando a la mujer, a la casa de campo y a los bueyes, que mantuvieron alejados a los invitados de la gran ce– na (Le 14,15-20), con Jacob se levantó ante la orden del Señor (cfr. Je 35,1-11) y, recibida la gracia del Espí– ritu septiforme, asistido por las ocho bienaventuranzas evangélicas, se elevó a través de los quince grados de las virtudes, indicadas místicamente en los Salmos, hacia Betel, la casa del Señor, que él mismo le había prepa– rado. 266

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