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ron todas las armas de guerra; tiempo de jovialidad y de alegría, de alabanzas y de júbilo. Y cantaban cantilenas y alabanzas divinas nobles y pobladores, ciudadanos y campesinos, los jóvenes y las doncellas, los viejos junto con los niños ( Sal 148, 12). Y esta devoción se difundió por toda Italia. Yo vi con mis propios ojos que en mi ciudad de Parma cada co– marca quería tener su estandarte con la representación del martirio de su santo, para las procesiones que se ha– cían; así, por ejemplo, en el estandarte de la comarca donde estaba la iglesia de san Bartolomé, estaba repre– sentado el suplicio del desuello, y asimismo los demás. Y así venían también de las regiones a la ciudad con los estandartes y en gran comitiva hombres y mu– jeres, muchachos y muchachas, para escuchar las pré– dicas y alabar al Señor. Y cantaban palabras divinas y no de hombres (cfr. Hch 12,22), y la gente caminaba hacia la salvación. Parecía, en verdad, como si se cum– pliera aquel dicho profético: Le recordarán y volverán al Señor todos los confines de la tierra, ante él se pos– trarán todas las familias de las gentes (Sal 21,28). Lle– vaban en sus manos ramas de árboles y cirios encen– didos. Había predicaciones por la tarde, por la mañana y al mediodía, según el dicho profético: A la tarde, a la mañana, al mediodía me quejo y gimo; él oye mi clamor. En paz mi alma rescata de la guerra que :me hacen, aun– que sean muchos contra mí (Sal 54,18-19). 51. Y se hacían paradas en las iglesias y en las pla– zas, y todos alzaban las manos hacia Dios para alabar- 220

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