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el aldeano lo reconvino. Y he aquí que al instante inter– vino san Pedro, y esta vez lo echó fuera". El hermano Alberto quería, en resumidas cuentas, que los súbditos tuvieran reverencia para con sus superiores, porque es menester vigilar, decía, para que "la familiaridad no ge– nere menosprecio". 105. El hermano Adam de Marsh contaba de un muchacho extremadamente delicado, que, afec– tado de una enfermedad e insistiendo su padre en que comiera y lo hiciese por amor suyo, ya que era su hijo predilecto, respondió que no era su hijo. Del mismo modo respondió a la madre que le había hecho el mismo pedido. Y cuando el padre le preguntó otra vez de quién pensaba ser hijo si no de él, le respondió con desdén e insolencia: "Yo soy hijo de mí mismo". Así son también quienes son esclavos de sus pa– siones y de sus caprichos. 106. Adición. Durante la conversación antedicha, el hermano Alberto narró una parábola contra la presunción de los jóvenes, diciendo: Había un toro que andaba por los prados y campos a su gusto, pero una vez, hacia la Hora de Prima o de Tercia, se acercó a un arado y vio a unos bueyes viejos que avanzaban lentamente y ha– bían arado bien poco; entonces los reconvino diciendo que él podía hacer el mismo trabajo en un segundo; los bueyes le pidieron que los ayudara. Colocado bajo el yugo, comenzó a arar con gran ímpetu hasta la mitad del surco y ahí, cansado, comenzó a respirar afanosamen– te; y mirando a su alrededor, dijo: "¡Cómo! ¿Todavía no he terminado?" Los bueyes viejos 147
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