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dieran constantemente el espíritu y el aguante de ellos. Inicié la gesta el 11 de julio hacia el pueblecillo de Guri, sito en las márgenes del río Caroní. Montando brio– so caballo, salí con un negrito de doce años que me sirvió de guía. La luna, pavoneándose en medio de las estrellas, nos vigilaba con el rabillo del ojo, sin lograr mostrarnos el camino por la espesura de los árboles. Como llevaba muchos años -desde mi infancia- sin practicar la equi– tación, puse mis cinco sentidos y ambas manos en la silla, y los pies bien metidos en los estribos. Ciro, el ne– grito, se reía a mandíbula batiente, pero yo no las tenía todas conmigo. Amaneció, y con el sol, que despeja misterios, se fue desvaneciendo el miedo. -¿ Cuánto hay de aquí a Guri? - interrogué al ne– grito. -Pues hay veintiún leguas -respondió sin vacilar, como quien ha recorrido el trayecto varias veces. -¡Alabado sea Cristo! -exclamé, sin poderme lle– va1· las manos a la cabeza por temor de caerme. -Tendremos buen camino, sin duda -repuse. - Lo dirá usted -contestó- por el principio. Pre- gúntemelo más andandito. Media hora habríamos viajado, cuando se nos puso delante un escabroso cerro. ¡Ala y ala! Monte aniba, es– calábamos el gigante. El tiempo corría, se duplicaba. Y después de este cerro vinieron otro y otro ... Al fin, en• tramos por una ancha meseta en la que sobre el cielo raso y azul serenaban las lejanías sus crestas. El caballo se hallaba exhausto, piafando, aplastado. Diseminadas aquí y allá veíanse algunas casitas con su reducido <cconuco» o porción de tierra labrada. Lo de- 36
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