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Bino en la mina del Pao. Hablamos de muchas co:ias y pasamos bien la noche, a pesar del fuerte aguacero que cayó. Amaneció espléndido, pero el Karún había crecido algo con el fuerte aguacero de la noche. Dejamos a los buenos amigos un motor descompuesto para que nos lo tuviesen arreglado a la vuelta, pues uno de ellos era me– cánico, y subimos Ka1ún arriba. La navegación se nos hizo muy dificultosa, porque todo era una serie ininte– rrumpida de choneras y raudales blancos de espuma que nos obligaban a arrastrar la canoa por entre las piedras, y muchas veces el chorro nos lanzaba para . atrás. Por una de ellas embistieron los indios con furia, lanzando gritos desgarradores y alaridos. El agua formaba bor– botones al chocar contra la embarcación, poniéndola en zozobra. Vencidos los primeros obstáculos, llegamos a un estrecho canal, por el que la corriente se precipitaba a brincos de peñasco en peñaEco. Contra ellos apuntaban los indios el bote por medio de los remos, mientras otros dos llevaban el cabo de la maroma hasta colocarse más adelante en sitio seguro , desde el cual halaban con fuer– za. El Padre Cesáreo y yo no éramos suficientes a sacar el agua que saltaba por la p r oa y los lados. En una de éstas, al timonel se le rompió el remo con que apuntala– ba, yendo de cabeza al agua, y nosotros hubiéramos sido llevados por la corriente a no ser por la maroma con que los proeros tenían sujeta la cur.iara. El náufrago fue a aparecer unos cuantos metros más abajo, y tengo por milagro que no se rompió la cabeza contra las piedrns; sólo hubo que lamentar la pérdida de una zapatilla. En los remansos el motor tampoco funcionab a bien. A las doce llegamos a Erevenekén, donde hay una casa de in– dios sapé intemada monte adentro. Salieron los varones 112
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