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trayecto aproximado de seiscientos kilómetros, se igno– raba lo que hubiera, y nosotros lo íbamos a averiguar. Estábamos, pues, sobre el puerto de La Paragua con los dos motores listos y dos canoas, de quince quinta– les cada una, dispuestas. Mas carecíamos de expertos que salvasen nuestra angustia en los pasos difíciles y nos sirviesen de intérpretes ante los indios de idioma des– conocido que más adelante íbamos a encontrar. Fuimos informados que, remontando unas horas el 1·ío Aza, afluente del Paragua por la margen derecha y que desemboca frente al mencionado pueblo, encontraría– mos una tribu indígena semicivilizada, y en ella los ex– pertos que deseábamos. A las nueve de la mañana del 17 de agosto de 1940 pusimos a prueba uno de los motores. Atravesamos el río Paragua, nos metimos por el Aza y, quedándose el padre Cesáreo en una hacienda que nos interesaba visitar para los fines de la excursión, seguí yo con el motorista señor Lezama por el angosto y tortuoso río, muy esperanzados ambos en el funcionamiento del mo– tor que para mayores utilidades iba destinado. Sabido es que estos motores tan diminutos y delicados, que más bien deberíamos llamar muñecos de motor o motor de muñecos, le dejan a uno en seco o en mojado cuando más los necesita. Ciertos accidentes de las bujías y entorpe– cimientos en el paso de la gasolina nos retrasaron la lle– gada, pero no nos quitaron el optimismo en cuanto a sus servicios. Halamos mecate en el raudal de las Cotúas, vencien– do la fuerza de la corriente con ayuda de los guayabales que brotan en el fondo ; matamos un cachicamo que a nado atravesaba el río, nos defendimos del mosquito sa– hanern que sobre n osotros se echaba por olas, y a las
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