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velo que envolvía en las sombras del misterio a la Gran Sabana... · Lo único que faltaba ya por explorar era la reg10n del Paragua, una cuenca de veinte mil kilómetros cua– drados, y, hallándome yo el año 1940 bogando por loa intrincados Caños, recibo la orden de mis Superiores pata que en compañía del reverendo Padre Cesáreo de Ar– medalla, sabio y celoso misionero del mismo Vicariato, llevara a efecto la empresa. No carecía de leyenda esta región. Sobre las cabe.ce – ras de dicho río ponían los colonizadores españoles del · siglo dieciséis y principios del diecisiete el gran mito de El Dorado, asegurando que allí estaba la famosa Laguna de Manoa, cuyas vertientes eran arenales de oro. Otros denominaban a esa laguna Laguna Casipa, al lado de la cual estaba fundada la ciudad indígena de Macureguaira, cuyos edificios eran piedras auríferas, y cuyo gran caci– que, Aromaja, no se engalanaba sino con cochanos de oro de pies a cabeza. De esta leyenda le vinieron los ardores al goberna– dor de Guayana, don Manuel Centurión, para enviar en 1775 una cuadrilla exploradora capitaneada por el alfé– .rez Antonio Santos, de quien dicen las historias que «sa– lió de Angostura -su nombre es hoy Ciudad Bolívar– rumbo al mediodía, remontó el río Paragua, atravesó la tsierra de Quimirocapra (Pakaraima), llegó hasta el Pa– .rima (que está ya en el Brasil), entró al Ríoblanco y frente a la confluencia del Maho fue capturado .con sus compañeros por un destacamento portugués, que le con– dujo por el Ríoblanco hasta el Pará en el Amazonas, donde permaneció prisionero cerca de tres años». No nos interesa ya el fin de este arriesgado aventurero -y di. cen que, «libre de su prisión, remontó el Ríonegro, yen- 301
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