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.6,-EN MARACAY. La ola de gente apiñada en el campo de Maracay para vernos era incontenible; se abalanzaba sobre el avión antes de que éste llegase a su término. Había peligro de una desgracia. Detúvose el aparato y los ojos de la mul– titud se c1avaron en la portezuela. Apa1·eció el piloto Mar– cano todavía vendado, pero sonriente. El delirio fue enor– me: « ¡Salvado!, ¡salvado! ¡Es otra vez nuestro!)), ¡5:rita– ban, y E'in dejarle posar pie en tierra se lo llevaron en hombrns hasta el hall del edificio. -¿ Y el fraile? El fraile asomó entonces a la puerta de la cabina, y el chasco fue universal. Todos esperaban a un hombre venerable, alto, canoso_, de luenga barba ... y lo que apa– reció fue un tipo común, de ojos hundidos, tez mo1·ena y unos cuantos pelos en el sitio donde debía estar la ve– nerable ba1·ha capuchina. Pero cayó en gracia a la gente, y olvidándose ésta de que era sacerdote, religioso y mi– fc-ionern, 1o coge t ambién en hombros y lo lleva al sitio donde estaba Marcano. Allí nos -atiborraron a preguntas, a vasos de cerveza, a copas de champagne ... Yo me sentía con el aturdimiento de un indio salvaje que eae de sopetón en una populosa urbe. Contestaba, es verdad, a todas las preguntas que los reporteros de pt'– r.iódico me hacían, pero creo que no puedo ser hoy res– ponsable de los disparates que en aquel estado de áni– mo contesté. De allí nos llevaron en cómoda lemosina a la poli– clínica de Maracay para un minucioso reconocimiento de nuestro estado de salud. Nadie necesitó hospitalización, 293

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