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val de la Embajada norteamericana, capitán Jerome, desplegando toda la habilidad y pericia adquirida en su profesión, acuatizó con un anfibio sobre el estrecho cauce del río, llevándonos a los supervivientes de la ca– tástrofe en dos viajes sucesivos. El despegue del hidro era una maniobra verdaderamente técnica y sorprenden– te, pues entre la punta de las alas y los árboles de la orilla apenas quedaban tres metros por cada lado. No dejó de ser impresionante el hecho de embarcar– nos otra vez en un avión recién salidos de la catástrofe. A los veinticinco minutos de vuelo estábamos en Tu– meremo. Campo abarrotado de gente. Aviones aquí y aHá, descansando de sus continuos raids, con las alas ex– tendidas como los cóndores cuando se posan sobre una peña a tomar el sol, parecían sentirse satisfechos del tra– bajo realizado en nuestra búsqueda. Allí fuimos tras– ladados a un bimotor de la Línea Aeropostal Venezolana que, en vuelo dü·ecto, nos puso a las tres ho;as sobre la base de Maracay, centro de la República y aeropuerto de la capital de Venezuela. El gentío que nos agua1·daba era i.nmenso ; la expectación, enorme. Nunca me imaginé que nuestro accidente hubiese despertado tal ansiedad; pero tampoco me fue extraño, porque en él iban envuel– tos dos notables neoyorkinos y, sobre todo, el popularí– simo piloto 1\farcan~, tan queridos de r icos y pobres en IHaracay, tan estimado de eruditos y fiesteros en Cara– cas. Habiendo conocido a fondo durante los tétricos días de la selva la sencillez y buen corazón de Marcano, su espíritu alegre y fraternal, no me sorprendió ver ahora la gran popularidad de que goza. Algo le tocó de esas manife 0 taciones efusivas y derroches de júbilo a este po– bre fraile misionero que le acompañaba, por aquello de «quien a buen árbol se arrima... >>. 292

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