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da arrendajo estaba en su nido colgante, menos m10· 1¡ue rondaba de aquí para allá atizando las hogueras, y, como quien quiere y no quiere, se fue dejando escurrir hasta la cabecera del piloto, rompiendo a hablar de esta ma– nera: --Con el permiso de ustedes. -¿Qué hay, buen hombre? ¿Qué ocurre? -dijo Mar- cano. -Pues, yo quenía hacer a usted una pregunta. -Y dos y tres. Diga. -Poi· casualidad, ¿ es usted barcelonés? -De pura cepa. ¿Le intriga . eso? -No, capitán. Pero a mí se me figuraba por el ape- llido que usted lleva ; pues como yo también lo soy, pues le digo que, a lo que vide a usted, me inspiró mucha simpatía, y me dije: pues, a lo mejor es de Barcelona; pues, lo que es yo he de preguntárselo, aunque después me digan entrépito. No será falta de respeto, ¿ verdad, capitán? -No, hombre, no ; de ninguna manera. Me contento mucho de que haya venido y de conocer a un paisano. Luego prosiguió: -Gracias, capitán. Pues, sí; pues aquí me tiene us– ted a la orden pa lo que quiera mandarme, que lo que es yo soy un hombre que pa todo hago, ¡en buen hora lo diga! -y mientras soltó esta última frase, dio con los nudillos de la mano dos golpec.itos en el horcón del rancho. -¡Mil-e, que cuánto no habrán sufrido ustedes aquí solitos en la selva ! Yo sé, yo sé lo que es eso ; yo conoz– co la selva como si fuera mi mujer; la he rumbeao por todos los lados, y no me pierdo ya en ella ni perdiéndo– me. Tengo ya añisimos por aquí metido, y usté ve, ca- 287

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