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boles nos parecIO una música tan deliciosa cual nunca habían escuchado nuestros oídos ¡ni la escucharán ja- , más en la tierra! El júbilo fue tan grande que rebasa y, por tanto, huelga toda ponderación. Puse las sillas del malogrado aparato debajo del ala para que servieran de recipiente que, aunque no mucha, pero algo de agua recogían, y exhaló mi corazón una ple– garia de acción de gracias al Dador de todo bien. Lo malo fue que antes de que acabara de llover ya estaban los recipientes dichos llenos de inmundas moscas que venían del cadáver a saciar su sed con más voracidad que nosotros. ¿ Cómo dar ese agua a los enfermos? Entonces hube de darme a la tarea de hervirla para que el remedio no se convirtiera en veneno. No había otro enser de cocina que el potecito de tamales, el cual hacía un cuartillo. Clavé unas pequeñas estacas en el sue– lo; sobre esas estacas puse el pote con agua; prendí fuego debajo, y a fuerza de soplos la hice hervir. Después que se enfrió, se la serví al primero, repitiendo la misma ope– ración para el segundo y para el tercero . . . Cuando llegué al último, ya el primero tenía de nuevo sed. Compade– ciéndose entonces ellos de mi ímpr obo trabajo, resolvie– ron tomarla asimismo con la sustancia de las moscas, colada sólo por un pañuelo. Lo milagroso fue que no nos hiciera daño. ¿ Y aún hay quien no crea en la inter– vención de Dios? Pues que explique, de otro modo, la fortuna del accidente, o la desinfección de las heridas, o la resistencia al hambre y a la sed en tales circunstan– cias, o, si no, este caso. 260

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