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av1on no podía, ni tenía machete o cuchillo para partir– los, y la broza menuda tenía que recogerla entre la espe– sura del monte, que era casi impenetrable. Cuando ya creí que tenía suficiente montón hecho, volví a la tarea de separar a Mr. Perry del difunto Duque, abandonada la noche anterior por causa de la oscuridad. En esto me ayudó el diplomático Mr. Grab, y merced a su ayuda, logré separarlos. Mr. Perry estaba aún inconsciente y no se conocía que era ser vivo más que por la respiración y el pulso. Todo lo que presentaba era unas pequeñas heridas en el cuello y detrás de la oreja derecha y algunas contu– siones en. la cabeza. Le coloqué en el hospital improvisa– do debajo del ala del avión. Alfonso Duque no presentaba herida alguna, pero tenía el cuello amoratado y la cabeza separada interior– mente del tronco ; su muerte había sido, pues, instantánea por desnucamiento. Le saqué de los escombros y, como no tenía azada ni cuchillo para cavar la tierra, le arrastré, ayudado por Mr. Grab, a unos veinte metros de distan– cia dejándole insepulto. Esta operación de arrastre me foe penosísima, me penetraba el co1·azón de agudo do– lor; pero estábamos tan débiles que ni aun entre los dos podíamos levantarlo. Apenas concluí la ceremonia de conducción del cadá– ver, volvióse a oir el ruido del avión qtie regresaba de la Sabana. Volvió a nacer la esperanza en nuestro corazo– nes, y la alegría brillaba en nuestros ojos con tal fuerza que los tripulantes podrían ver su fulgor si miraban para abajo. Prendí de nuevo la hoguera y empezó a surgir el humo más denso que antes, porque había amontonado más materia verde; pero el avión pasó sin dar señales de ha– berlo visto. La espesura se interponía como un manto fo- 251
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