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me de ellos. Tal vez llueva hoy por la tarde ... Tal vez aparezcan los expedicionarios hoy mismo. Durante el resto del día hice varios disparos, que– dando todos sin contestación. Mi tarea se concretó: primero, a amontonar palos, hojas secas y ramas para hacer una gran hoguera tan pronto como roncaran en el espacio los aviones de reco• · nocimiento. ¡Con qué ansia los esperaba! Cada cuarto de hora, cada cinco minutos aplicaba el oído forjándome la ilusión de que ya habían salido de Tumeremo, ya es– taban pasando por El Dorado, ya los iba a oir de un mo– mento a otro... ¡Y qué decepción cuando, después de escuchar y escuchar, reinaba el silencio más absoluto! Luego me puse a desconyuntar las ganas con que el avión fatídico seguía aprisionando a Mr. Perry y al difunto Duque. Ni una tenaza, ni un martillo encontré para enderezar o romper las cabillas. Puse el alma en los músculos forcejeando por separarlos. Traté de ver si los sacaba p or arriba, por ahajo; por un lado o por otro. Parecía que estaban entre los formidables anillos de una serpiente boa, y no había fue1·za humana que aflojar pudiera esos anillos. Entró la noche por medio y mi trabajo estaba casi como al principio. ¡Qué horror pensar que el vivo iba a dormir con el muerto ! Menos mal que aquél estaba in– consciente. Pero. ¿y si a media noche recobra el conoci– miento?... Los aviones, que durante toda la tarde había espera– do con ansia minuto tras minuto, no apuecieron. Los buscadores de agua, que tantos cartuchos me hicieron gastar en balde, no regresaron. Sin probar bocado, rendi– do , me acosté bajo el ala, en el suelo, al lado de los en– fermos, tratando de hacer paces con el sueño. 245

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