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oídos... ¡Nadie contesta! El silencio más absoluto inva– de aquella mansión tétrica, que me deja percibir clara– mente los fatigosos resuellos de cada herido. Empiezo a inquietarme y a cavilar. Siniestras sombras pasan por mi mente. Hago otro disparo... ¡Nada! Arrojo la escopeta al suelo. Voy donde los heridos ... -¡Marcano ! -le llamo. No responde; sigue inconsciente y con la misma res- piración preagónica. Me dirijo al diplomático americano: -¡Mr. Grab! -¿Qué? - ¿Cómo se siente? -Tengo mucha sed. ¿No podría trae1·me un poco de agua, poi· favor? ¡Cuánto se lo agradecería! - --Sí, sí, dentro de poco podré servírsela. Los expe– d icionarios deben estar ya de regreso. No tardarán en llegar. ¿ Y sus heridas le causan mucho dolor? -Bastante; pero siento más la sed. Si al menos hu– biern whisky ... --Señora Lina. ¿ Y usted , cómo se siente? -Con muchos dolores en la pierna y una sed ardo- r-osa. ¿,No habrán encontrado agua aún? - --Yo creo que sí, y que ya estarán llegando con ella. Un poquito de paciencia, ¿eh? - ¡Ay, sí, padre! Pero es horrorsa la situación en que estamos ¿no? - No tanto. El agua, que es lo más urgente, la tend1·e– mos luego , y por la comida ... Bueno, un día sin comer se pasa. -No, no tengo hambre; sed es lo que tengo. -Beberá, bebel'á usted agua , y después, por la tar· de, contemplará cómo los aviones nos localizan y maña– na seremos salvos. 243

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