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nilla señas de despedida a •los indios y m1s10neros que, extáticos, seguían la trayectoria del avión augurándo– nos feliz viaje. Describió éste una curva sobre el pueblo y, cnrumbando hacia el Norte, se alejó ... se alejó tragando distancias y distancias sin e~contrar óbice. Dejó atrás las lomas de Akurimá y Kanayeutá, que ocultaron la vista de la amada Misión; atravesó el valle de Kukenán junto a la confluencia del Yumaní, dándome el placer inmen– so de abarcar con un solo golpe de vista aquel dilatado campo sabanero que tantas veces había trajinado a pie, y, remontando por la cuenca del luó, se sobmpuso a unos cúmulos de nubes que trataban de cerrarle el paso. Marchábamos ahora sobre halas de algodón que flo• taban como iceberg, casi inmóviles, en el inmenso mar aéreo. Por uno de los claros que dejaban estas balas al– cancé a ver a mi derecha la gran cascada de Kamá en el camino que conduce de Santa Elena a Luepa. A pesar de sus sesenta metros de caída perpendicular no seme– jaba más que una diminuta ele blanca sobre la gran pá– gina verde. Desde aquí los colchones de nubes se apretujaban unos contra otros como rebaño de ovejas cerrando por completo la vista del suelo. Pero sobre ese mar acolcho– nado erguíanse, cual enormes cetáceos, empinados cerros que husmeaban silenciosos nuestra f.uga: al Sureste, la granítica mole del Roroimá, el rey de los colosos en la Sabana, y la aguda punta de Uaclalwpiapué, o plátano invertido, de cuyo tronco - según la leyenda indígena– al ser tronchado por Makunaima, brotaron chorros de agua que inundaron la región; al Este franco, los tres picachos de Urú-tepuí, que cambiaban de figura en cada avance del aeroplano; al Noroeste, el cerro del Budare, mostrando no más que su espinazo, como la tonina cuan-

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