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4.-KEGALO VALIOSO. El s1t10 donde desembarcamos era un apacible reco– do junto al salto de Erepuechí. La casa de los indios estaba un poco más adentro, en la espesura del monte. Temiendo que, si entraba sin anunciarme, se fueran a desbandar todos como palomas ante la presencia del mi– lano, envié por delante tres indios, los dos de Apurumé conocidos <le ellos y otro desconocido, para que notifica– ran al jefe mi llegada y los propósitos que en ella traía, y que, a mejor informe, viniera él con alguno de los su– yos a mi campamento, donde se le daría toda clase de explicaciones. Antes de media hora ya estaba el jefe en mi presencia con ocho de sus adictos (¿ quizá porque se informó que nosotros éramos siete?), todos mocetones, de fuerte musculatura aparente y enguayucados. Fuera de temer sólo su presencia si no supiera que venían en son de paz. Les hablé largo y aprisa, sin levantar la voz ni detenerme apenas más que para respirar, y como prue– ba de mi visita amistosa regalé al jefe un buen machete capaz de cortar la cabeza de un tajo. ¡Nunca viera él en sus manos regalo tan precioso! Lo miraba por arriba , por abajo, lo blandía, hacía ademanes indicadores de que ahora sí se sentía veidadero jefe con tal instrumento ; conió por las manos de todos, que lo recibían con excla– maciones de admiración, y volvió a su dueño. Me invitó para que fuel'a a acomodarme en su casa, pern yo le dije que, como era ya de noche, por no an– daI moviendo los bultos y molestando a la gente, p1·efe– Iía quedaime allí hasta la mañana siguiente, en que iría a verlos a todos y a hablades de cosas buenas. El rancho era uno de los más grandes que he visto en toda la región. Vivían allí cuarenta y cinco personas 2H
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