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que acabaron de comer ellos, cambié ésta de sitio ponién– dola lo más cerca que pude de la enriara. La noche ha– hía entrndo por medio. Hacia la parte de la montaña ar– día el fogón como murn contrn la posible acometida de un tigl'e, lanzando siniestras sombras. Hice a los indios acomodal' todos los objetos debajo de mi hamaca, inclu– so los canaletes, y a continuación les dije: -Ahora el que tenga que hace1· algún menester que lo haga prnnto, porque durnnte la noche no consenti- 1·é que nadie se mueva de su chinchorro. Este galgo corre más que vuedros pies--. Y sacando el revólver de la cintura, lo puse ~ncima de un bulto junto a la cabecern. Nadie chistó ni se movió en toda la noche; lo sé bien, porque yo tampoco pude pegar el ojo. ¿ Cómo .iba a dormir ante el peligro que me amenazaba? Comprendí que su resolución última había sido la de abandonarme llevándose la canoa, y así lo confesaron ellos después. Mi cabeza era un molino que daba vueltas y más vueltas con furia loca, impulsada por la estrepitosa catarata de pensamientos que caían sobre ella con más fuerza que las aguas del más profundo salto. Si a estos indios bru– tos les da por lanzarse sobre mí, ¿ qué puedo hacer yo? ¡Seis contra uno ! Si disparo el arma ¿ cómo sobrevivo con las manos manchadas ele sangre? Si me arrojan al río, ¿ qué hago sin saber nadar? Si cogen la enriara y se van, ¿ qué remedio me queda sino morir en este callejón sin salida? Esto lo han podido hacer mil veces, pero ningún momento tan propicio como el presente. Amaneció el día y di gracias a Dios, porque la luz es un gran compañero. Los indios estaban aún acurru– cados en sus chinchorros sin atraverse a mover. Me le– vanté, despereoé los miembros y dije de buen humor, co• mo si nada hubiera pasado: 211

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